Primicia: Echaron a Cachito Laudonio de Boca Juniors
Por medio de un allegado al Club Boca Juniors, nos llego la horrible noticia que echaron al loco Banderita del club.
El motivo:
Una falsa acusación del Gerente del club, Lucas Labbad.
Pero todos lo conocen por el personaje que inventó y que vive sus minutos de gloria cuando aparece Boca en la Bombonera.
De donde y como llego:
EL VAPOR SALTA fue construido en Seattle, Estados Unidos, en 1943.
Su nombre original era Jamaica.
Medía ciento cincuenta metros de largo y era capaz de albergar a 1.630 pasajeros.
Tras unos cuantos vaivenes y dificultades económicas, en 1949 el barco fue adquirido por la Compañía Argentina de Navegación Dodero por unos cuatro millones y medio de dólares.
Solamente hubo una dificultad: no tenía capitán.
El candidato al cargo era Tiros Zaputovich, un aventurero que estaba sumariado por contrabandista.
El subsecretario del Interior, Israel Krislavin, no quería entregarle el cargo.
Hasta que entró en escena un dirigente sindical, Cosme Givoje, quien le dijo: “No le puede hacer esto a un peronista de ley.
Sepa que Zaputovich, estando en la India, escuchó que un periodista hindú habló inconveniencias del general Perón y la señora Eva Duarte.
Entonces lo retó a duelo y lo mató”.
Ante semejante argumento, el ministro Krislavin dio su autorización y Tiros Zaputovich pasó a ser el capitán del Salta.
En 1951, el barco fue utilizado en la línea Buenos Aires-Génova.
Es posible imaginar, desfilando por aquella planchada, a miles de viajeros cargados de sueños.
Y por esa planchada, allá por 1961, trepó un muchacho de veinte años.
Tenía los ojos brillantes, el pelo renegrido y con un jopo enrulado.
Cargaba apenas una valija de cartón y por sus amplios hombros, fina cintura y nariz ligeramente abollada, era fácil imaginar que practicaba boxeo.
Para llegar a ese barco, había tenido que hacer muchos esfuerzos.
Sus amigos del Club El Progreso, en Villa Urquiza, habían juntado moneda tras moneda.
El mismo había rifado hasta su radio portátil por entonces, una rareza- hasta juntar los 12.000 pesos del pasaje.
Finalmente pudo hacerlo junto a Oscar Perretano, un boxeador profesional, que había conseguido un contacto en Génova.
El viaje duró 24 días. Los aprovecharon para hacer footing por las mañanas y entrenar por las tardes, para conservar el estado físico.
Cuando llegó el momento de cruzar el Ecuador, se organizó una gran fiesta.
El pibe ni lo pensó: ya sabía lo que tenía que hacer.
Le pidió prestada una peluca a una señora de la que ya era amigo, doña Josefa, y se disfrazó de mujer.
Fue una noche inolvidable. Y el humilde pibe que además de ser boxeador, se levantaba a las cuatro de la mañana para trabajar en la feria, bailó, cantó y disfrutó como si estuviera con sus amigos de la murga Los Inocentes de Villa Urquiza. “Siam Lambretta por aquí, Siam Lambretta por allá…”.
Cantó el pibe, sin saber que muchos años después, vestido de azul y oro, levantaría una bandera de alegría y felicidad en el corazón mismo de la Bombonera.
Cantó el pibe, sin saber que dejaría de ser Oscar Laudonio para ser conocido, simplemente, como El Loco Banderita.
LOS LAUDONIO son de humilde origen.
El padre, don Angel, italiano, era barrendero de la feria municipal número 25 de Mendoza y Triunvirato.
En total, 9 hermanos: cinco varones, cuatro mujeres. Vivían en la calle Gamarra 1141, en Villa Parque Chas. Una casa muy grande. Todos los domingos se hacía un asado.
Y toda la familia trabajaba en la feria. Uno trabajaba con el pescado, otro con las frutas, aquel otro con los pollos. De todos, el más pícaro era Oscar.
Cuando venía el inspector municipal le pedía que le hiciera la ronda o sea, que le juntara mercadería para hacer la vista gorda a cualquier infracción– y el pibe, que andaba por los 14 años, se apresuraba en hacer los mandados.
Iba al pollero y le pedía dos pollos, uno para el inspector y el otro para él.
Y así iba pidiendo a cada puestero algo de mercadería y cuando llegaba al final, se llevaba tanto como el propio inspector.
No era fácil el trabajo, porque de martes a sábado tenía que entrar a las tres de la mañana.
Lo bravo era trabajar con el pescado: “Papá, por favor, sacame del pescado”, le decía el pibe, mostrándole las manos congeladas por el hielo.
Ya por entonces, don Angel había conocido a José “Cucusa” Bruno, uno de los boxeadores más emblemáticos del barrio, un extraordiario peso pluma de pegada y potencia. Tal vez por esa razón, Oscar y Abel se hicieron boxeadores.
Comenzaron a hacer exhibiciones juntos cuando peleaba Cucusa y como recompensa, se llevaban las moneditas que les tiraban los espectadores. Oscar nació el 15 de septiembre de 1936; y Abel Ricardo, el 30 de agosto de 1938.
Allá por el año 1953, Abel, a quien llamaban Pocho, tenía 16 años; y Oscar, conocido por Cacho, andaba por los 18. Jugaban River y Boca en cancha de River.
Empezó ganando River. Cuando terminó el primer tiempo, los dos salieron a hacer una exhibición.
Caía uno, se levantaba el otro, la gente aplaudía.
Incluyendo dos invitados de lujo, el general Juan Domingo Perón y el hermano del presidente norteamericano Dwight Eisenhower.
Cuando salieron los jugadores para el segundo tiempo, los pibes fueron corridos por la policía.
Los pibes iban corriendo directo al general Perón y, finalmente, llegaron. Perón les dio un beso en la frente.
El pibe, sin querer, pisó a Eisenhower. Tomó un pañuelito y le limpió los zapatos.
Y después, Cacho le habló a Perón: “Mi general, queremos una bicicleta”.
“¿Ven a ese señor de sombrero, el bajito? Díganle a él”, les dijo Perón.
El señor de sombrero era el Tano Renzi.
Un día después, los dos hermanos concurrieron a las oficinas de Las Heras y Malabia; y el Tano, que era Secretario General de Acción Social, les regaló una casa en San Martín.
Eran muy traviesos y cada vez que pasaba algo en el barrio, el comentario era “Son los hijos de doña Lucía…”.
Allá por 1946, Oscar logró terminar el primario de noche en una escuela de la calle Andonaegui y avenida Los Incas.
Se metió entonces en el club Parque Chas, donde entrenaba Cucusa Bruno y los técnicos eran Vicente Gullo, el Negro Juárez y Di Carli. Un poco después lo hizo su hermano Abel, quien con los años sería representante olímpico en Roma (1960) y campeón argentino y sudamericano de los pesos livianos: el único que logró ganarle a Nicolino Locche en el Luna Park, arrebatándole el campeonato argentino en 1964. Abel Ricardo Laudonio fue famoso como boxeador.
Su hermano, Oscar, en cambio, aunque también boxeó, aunque fue director técnico de boxeo y algunas cosas más, se hizo famoso por ser El Loco Banderita.
EL LOCO BANDERITA todavía no lo era cuando formaba parte de la barra de Boca, allá por los años 50.
Tenía ya 14 años, pero le daban menos. Siempre le dan menos. Incluyendo ahora, que sigue corriendo y haciendo 400 abdominales por sesión, como en sus mejores épocas.
Pero por aquellos tiempos, a los 14, conoció a Jorge Gorena, que era el jefe de la barra. Gorena era también de la barra de Nueva Chicago, en Mataderos.
Eran otros tiempos, otros códigos y otra gente: todavía no habían nacido las barras bravas. Junto a ellos, casi como una mascota, Oscar aprendió a seguir, a querer, a amar y soñar con Boca, sin pensar que alguna vez estaría metido en el riñón de los equipos, en el corazón de los vestuarios, en el lugar donde más de un hincha pagaría con tal de estar…
Recién en 1985, ingresó a Boca con un trabajo oficial: control de entradas.
Y en 1992, a instancias de El Colorado Duarte, que era su jefe, logró ingresar a la utilería.
Por aquellos años el presidente del club era Alfredo Alegre.
Cuando entró a la utilería, Laudonio sintió que vivía un momento apoteótico su palabra favorita porque finalmente podría vivir la intimidad del equipo de sus amores. Hasta que llegó su momento.
Había por entonces un señor que salía, puntualmente vestido de traje beige, antes de que apareciera el equipo en la cancha.
Su presencia era la señal de que salía Boca. Lo llamaban Mocolita. Laudonio alguna vez le comentó que quizás lo del traje era demasiado solemne, pero el hombre se mantuvo en la suya hasta que un día murió.
Entonces y a partir del 94, apareció Laudonio. El pensaba de otra manera: Boca es pueblo, Boca es alegría, Boca es carnaval carioca, Boca es murga de barrio…
Y así, nació el Loco Banderita, apodo que, según el protagonista, comenzó a utilizar Alejandro Fantino en las transmisiones de radio y televisión: “Sí… ahí viene el loco banderitaaaaa”, y ahí quedó…
Luce una galera que le regaló la gente de Posadas, Misiones, y a la que él le agregó los flecos. Y posee tres trajes, todos diseñados por la señora Irma, de la calle Gamarra, de Villa Urquiza.
Trajes murgueros, porque El Loco Banderita lleva la murga en la sangre. Y sus cantos arrancan, algunos con “Siam Lambretta” que fue una moto muy popular en la época peronista.
Basta pedirle que cante para que lo haga, posesionado: “Siam Lambretta por aquí/ Siam Lambretta por allá / Un millón de Siam Lambrettas / invadieron la ciudad / Miguelito de Molina dijo en tono veraz / Si tuviera Siam Lambretta andaría marcha atrás…” (Miguel de Molina fue un talentoso cantante español de la década del 50).
El Loco Banderita les agrega detalles a sus trajes: fotos de Perón, del Pato Donald, de Palermo, de La Raulito… Y, por supuesto, la bandera. La bandera que, según él, pesa como 500 kilos, porque tiene fotos de La Raulito, Perón y tantos otros próceres populares que la hacen muy pesada.
La bandera mide un metro y medio, y tiene un palo que se estira.
Lo compró en una ferretería. Y cuanto más largo es el palo, más puede hacer flamear su bandera.
Cuando está todo listo y a punto de salir los jugadores, él se ubica en el túnel de la Bombonera.
Palermo, el capitán, le da la orden desde abajo seis escalones más abajo para ser precisos de que están listos. “Vamos Cachoooo… ¡Vamoooossss!”.
Y entonces empieza su show, sus minutos de gloria, empieza a mover la bandera y siente que está en el ombligo del mundo, que el mundo gira a su alrededor, siente que el cimiento se mueve y se conmueve mientras él agita su bandera y el césped se levanta.
“Ya que viniste al mundo viví la vida”, dice, y grita, y agradece a Dios, mientras lo cubren los papelitos y él, en el centro del mundo y de la cancha, poseído por una fiebre boquense, mezcla de carnaval, alegría, murga y felicidad de vivir, se convierte en El Loco Banderita.
TENIAN QUE PELEAR los hermanos, porque habían llegado a la Final del campeonato de Novicios del año 1955 en categoría mosca.
La pelea era en la Federación Argentina de Box. “Cacho, entre hermanos no pueden pelear, no es bueno que se peleen”, dijo el padre. “Y bueno, hacemos lo que vos quieras, papá”, fue la respuesta.
Así que ese día, y antes de salir rumbo al estadio, fueron al living de la casa y fue el padre el encargado de revolear la moneda. Cacho eligió cara. Salió ceca. Ganó Oscar. Así sería luego, al menos con los guantes puestos. Porque Cacho fue campeón argentino Novicio (1954), campeón argentino de los Trabajadores (1955), cuarto finalista para ir a los Juegos Olímpicos de Melbourne (1956), campeón argentino de Veteranos y campeón Rioplatense en el Uruguay (1958), campeón Rioplatense en Pergamino, subcampeón de la Vendimia en Mendoza, subcampeón argentino en la selección para intervenir en los Panamericanos de Chicago (1959), pero nunca llegó a descollar como su hermano.
Cuando perdió aquella final para ir a los Panamericanos, fue ante Carlos Cañete en el Luna Park. Fue por nocaut.
Y, de alguna manera, sintió que sus sueños de ser representante argentino se iban derrumbando.
Así que escuchó los consejos de Oscar Perretano y decidió irse a Europa, aunque todavía ni era boxeador profesional.
En total, como aficionado hizo 62 peleas, 23 ganadas por nocaut y 29 por puntos, 4 perdidas y 6 empates.
Y ya de profesional hizo 11 peleas. Entre 1960 y 1961 realizó 7 peleas en Europa, ganando 6 (5 por nocaut y una por puntos) y perdido una. Volvió a la Argentina en 1962, ganó tres peleas y perdió una por abandono en Mar del Plata, frente a Roberto Palavecino.
Sintió en ese momento, más allá de la calidad del adversario Palavecino, muy buen boxeador, llegó a ser campeón argentino de que su ciclo estaba terminado, al menos con los guantes puestos, y decidió comenzar en la enseñanza.
Así, en 1962, ingresó al legendario Almagro Boxing Club. Para 1968, ya estaba recibido como director técnico en la Federación Argentina de Box, con puntaje sobresaliente. Luego siguió otro curso, el de la AIBA (Asociación Internacional de Boxeo Amateur), en 1981.
En su historial abundan los cursos: desde el de la Escuela Superior de Belleza Integral (1978), a otro de Complementos de pesas (1986) y hasta una tercera edición de la AIBA, esta vez en 1989.
Todo eso y mucho más se esconde detrás del traje de colores, lentejuelas y flecos de El Loco Banderita.
DIEGO lo ve y comienza a tirar manos. Diego Armando Maradona, ¿quién va a ser? Hoy conserva la gran ilusión de llevar un traje especialmente diseñado para lucirlo en el Mundial de Sudáfrica, depende de la decisión de Diego, y él confía. Confía mucho. En el 2004, cuando Boca jugaba con el Milan, estando ya en Ezeiza, Claudia le pidió que cuidara a sus hijas y él le respondió: “Desde este momento, ya son mis hijas, quedate tranquila, son mis hijas”. Hincha fana de Boca, no recuerda sin embargo cuál fue su primer Boca-River, pero sí es capaz de afirmar que el clásico más lindo fue el del 9 de diciembre del 62, cuando Roma le atajó el penal a Delem y al otro domingo se clasificaron campeones, luego de ganarle a Estudiantes por 4-0.
El estaba con la hinchada de Boca, claro que en la parte de abajo, así que cuando se produjo el festejo terminó cayéndose al foso de agua y lo ayudaron a salir –paradojalmente- con una bandera que le tendieron…
No todos sus recuerdos son agradables. Todavía hoy, cuando vienen a su memoria los hechos acaecidos en la recordada Tragedia de la Puerta 12, vuelve a estremecerse. Aquel 23 de junio de 1968 murieron 71 personas, tras una avalancha.
Nunca se hallaron culpables. Algunos sostuvieron que los molinetes impidieron la salida de la gente. Otros, que quienes impidieron la salida fueron los policías. Oscar Laudonio todavía recuerda que él logró salir a medias, pues era tanta la presión que prácticamente iba en el aire. Salió y zafó como pudo.
Por lo que recuerda, los molinetes no estaban. Y por lo que puede reconstruir, en aquella salida en la que los escalones van en caracol, la orina de los espectadores produjo resbalones varios. Se asfixiaron.
El logró salir. Llegó a su casa conmocionado, pero sin saber realmente de lo que se había salvado.
Pasó primero por El Palomar, donde su esposa tenía un salón de belleza y luego se fue a su casa, tras tomarse un mate cocido con una aspirina.
Se acostó a dormir y a la hora de haber llegado, apareció, demudado, su padre, buscándolo junto con su hermano Tito. Cuando lo vieron aparecer se abrazaron a él, llorando, puesto que creían que él estaba entre las víctimas.
Por entonces, era Cacho. Cacho Laudonio. Capaz de viajar en el portaequipaje del tren que iba a Rosario, envuelto en una bandera, para no pagar pasaje y verse un partido contra Newell’s. Cacho.
El fanático de Angel Clemente Rojas, a quien conoció de chico y a quien ahora, ya convertido en El Loco Banderita, acompaña a las peñas. Cacho, el que se colgaba de la rueda de auxilio del colectivo 113, que pasaba por la avenida Triunvirato, para ir a ver a Boca de colado. Cacho que, hoy, como El Loco Banderita, se levanta a las seis y media de la mañana de cada domingo en que juega Boca, porque tiene mucho que hacer, y hay que llegar temprano…
CUANDO PELEO en Europa, no ganó mucho dinero. Al llegar a Génova con Oscar Perretano, los estaban esperando y los llevaron a una casa de pensión. Conoció a otros boxeadores, como Ernesto Miranda, un argentino que hizo gran campaña en Europa y con quien pasó las primeras fiestas de fin de año fuera de su casa. Atrás había quedado la familia y su trabajo en el Correo Argentino, en la sucursal 26, de la avenida Federico Lacroze 2589.
Ahora estaba en Europa. Peleó en Italia, en España, en Francia; en la isla de Melilla, en Africa. Conoció ciudades de las que jamás había oído hablar. Cuando peleó en el Africa le quebraron el tabique nasal, con un tremendo cross de izquierda.
Lo operaron en Madrid y le pusieron algodones para calmar las hemorragias, pero él sentía que se ahogaba más de la cuenta. Se ahogaba tanto que, cuando le sacaron los algodones, sintió que algo no funcionaba, que había algo que estaba mal. Y era, efectivamente, que restos de algodón habían quedado en el interior, y estuvo a punto de tener una infección más seria.
Para ese entonces, ya pensaba en la vuelta. Las cartas de la madre eran cada vez más sentidas, las cartas de sus hermanos hablaban de las lágrimas de mamá. ¿Tenía sentido quedarse? Entonces decidió regresar. Lo esperaba su trabajo en el Correo, lo esperaban muchas cosas…
CACHO, EL PADRE de familia, está casado con Mary. Tienen tres hijos: Mónica Lucía, que les dio dos nietos –Marina y Gonzalo-, Alejandro Martín y Gustavo Angel. Marina tiene 18 años y Gonzalo ya firmó en Categoría 96 para Excursionistas. Confiesa, entre amigos, que es feliz cuando a Boca le toca jugar un sábado, porque entonces podrá pasar un domingo en familia como en los viejos tiempos. Como cuando siendo casi un chico, entró al Correo, donde trabajó a lo largo de 29 años. Fue mensajero primero y teletipista después.
Cuando era mensajero debía llevar telegramas. Entonces, cuando había un casamiento, empezaban a llegar telegramas, todos para la misma dirección.
El pibe al fin y al cabo, hombre de la Universidad de la Calle- aprendió pronto dónde estaba la ventaja.
En lugar de ir llevándolos de a uno, juntaban unos cuantos, y recién los llevaban. “Después venimos más tarde con el resto, ¿sabe?”, le decían al dueño de casa.
Una especie de contraseña para que supieran que, cuando volvieran con más telegramas, debían tenerles preparado un paquetito con sandwiches, masitas y otros detalles.
Una vez les dieron un cuarto de lechón, sandwiches de miga, masitas finas. Junto a su amigo Alfredo Ferreira, que era el teletipista, sabían el contenido de los telegramas y disfrutaban con los casamientos… y también se condolían de las malas noticias.
Un día, tuvo que ir a Virrey Loreto y Cabildo, sabiendo que portaba malas noticias: un “Mamá falleció”, que le hacía aflojar las piernas. Tocó el timbre, apareció el destinatario y cuando estaba por abrir el telegrama, el pibe amagó para irse. “Quédese, así le digo qué pasa”. “No, no hace falta”, dijo. Y salió corriendo, como para escapar de ese grito de dolor que escuchó a sus espaldas, ese grito que hoy, todavía hoy, le hiela la sangre.
EL BOXEADOR vivió de todo y no siempre bajo las estelares luces del ring, sino también en los entrenamientos.
Así fue sparring de Leo Espinosa, cuando este vino a pelear por el campeonato mundial con Pascual Pérez: le daban 5 pesos por round, o sea, 15 pesos por día.
En cambio, su hermano Abel ayudó en el guanteo a Pascualito y no cobró un centavo… Todavía está esperando que le cumplan la promesa. Entrenó también a Davey Moore, el campeón mundial, con quien guanteó en Europa. Pero también hubo otros casos. Haber hecho guantes con Ringo Bonavena era una tarea pesada y difícil, porque aunque Ringo tratara de trabajar liviano, más de una vez se les escapó un tremendo mazazo.
Pero también ayudó en el guanteo a Martiniano Pereyra, salvaje peleador pampeano de los años 50, famoso por su aguante y su corazón de león. Faltando tres días para la pelea con Cirilo Gil, a Cacho se le escapó su mano favorita, el cross de izquierda.
Fue tan justo y exacto el golpe que Martiniano trastabilló y cayó de costado… Enfurecido, se levantó y agarró un banco de madera, amenazante: “¡Qué te pasa, peleo el sábado por el campeonato argentino y me hacés esto, qué te pasa, estás loco!”.
Lo tuvieron que agarrar entre varios. Años después, Laudonio diría que, al menos, Martiniano reaccionó. “Cuando a mí me puso nocaut Cañete –contaba Cacho– vi pajaritos, leones, la selva entera, me di cuenta al rato largo de lo que había pasado…”.
SER UTILERO es casi un arte. Laudonio recuerda a uno de los mejores, Roberto Prado.
Hoy está Héctor Olmi en la Reserva y Matías Capella, el hijo del masajista, en la Primera. Hay que tener todo en claro, y nada puede faltar.
Las medias, los zapatos, los calzoncillos, las toallas, todo… Doña Julia, la lavandera oficial de Boca, conoce todos esos detalles. Pero es bueno repasar un domingo en la vida de Laudonio, para meterse en esa intimidad.
Se levanta a las seis de la mañana. Desayuna café con leche con dulce o mermelada y pan tostado, con su mujer, que lo acompaña.
A las 6.30 sale de casa y llega a la Bombonera a las 7.30. Comparten un mate todos: Olmi, Matías, Tito y van preparando la ropa.
En un banco, Riquelme e Ibarra. Muy cerca, Palermo… Se van poniendo las camisetas, los zapatos. Laudonio se encarga, además, del agua y del resto de las bebidas –Gatorade, Coca Cola– porque debe atender a la Reserva, ya que lo que tiene que ver con la Primera está a cargo de Carlos Capella.
Durante la Reserva, es el encargado de la entrega de las pelotas a los pibes, son 10 pelotas y hay que tener cuidado en recuperarlas todas. Sentado a un costado en el campo de juego tiene la obligación de controlar ese detalle.
Cuando termina el partido de Reserva, hay que inflar las otras pelotas y llevárselas al réferi, pero también darse tiempo para cambiarse y exhibir su bandera, y darle alegría a la gente.
Por una cuestión de códigos, hará su show a la salida de Boca para el primer tiempo y dejará el comienzo del segundo para la hinchada visitante.
Luego, mientras se desarrolle el partido, volverá su función de encargado de las pelotas. Confiesa que algunos árbitros le piden sacarse fotos con él y que con el único que tuvo alguna vez un roce fue con Lunati, hasta que se conocieron mejor y santo remedio. Y, cuando termina el partido, mientras Jorge, Clemente y Gonzalo ayudan a llevar bebidas al control antidoping, comienza a juntar la ropa, ayudando a todos. Entre 8 y 10 baúles se cargan, más 6 bolsas con toda la ropa, los zapatos y el resto del equipo. Terminará a eso de las nueve de la noche. Y ese domingo, si ganó Boca, podrá dormir…
LA INTIMIDAD del vestuario es sólo para él. Recuerda, emocionado, sus dos viajes a Japón, cómo lo bañaron entre todos.
Cómo armó en el avión de regreso un carnaval carioca con elementos que había llevado cuidadosamente en secreto para festejar.
Apotéotico, como él dice. No puede olvidar los dos goles de Palermo ante el Real Madrid.
Ni de la vez que cantó la “Siam Lambretta”, cuando el mago Riquelme le hizo dos goles al Santos.
Ni cuando cantaba La Marcha Peronista pero con letra boquense –de su autoría– a pedido de todos, sabiendo que a Carlitos Bianchi mucho no le gustaba.
En aquel primer viaje a Japón, fue Bianchi quien lo llevó; y en el segundo, todos los jugadores hicieron una colecta. Disfruta viajando a las diferentes peñas, puesto que se siente una celebridad. Siente que hay cosas que jamás va a contar. Ni las cábalas de Riquelme, ni los gustos de Palermo. Jamás va a criticar nada ni a nadie. Vive agradecido de todos.
De aquellos equipos campeones del Toto Lorenzo, o de Carlos Bianchi. De quienes al frente de las Comisiones Directivas siempre lo dejaron hacer su espectáculo. De los jugadores, a quienes ama. A los que no le pide nada. Confiesa, emocionado, que solamente recibió dos camisetas del Manteca Martínez, porque “Yo no puedo pedirles camisetas a ellos, que tienen tantos compromisos, debo dar el ejemplo y no pedir, porque la mayor alegría que puedo tener es, simplemente, estar con ellos, ser su alcahuete, como algunos dicen, hacerlos reír –¡Es hermoso ser payaso!– y sentirme amigo de ellos”.
Vive agradeciendo a Dios. Vive diciendo “Maravilloso”, “Espectacular”, “Apoteótico”, “Extraordinario”. De su cuello, pende un breve crucifijo que le obsequiaron en Tandil, durante una pretemporada. En la muñeca derecha, luce una pulsera con todos los santos que le regalaron.
En la izquierda, junto al reloj que, por supuesto, lleva el escudo de Boca tiene una medallita con el Sagrado Corazón, porque es creyente, pero jamás le pediría a Dios por Boca.
El siente que se puede orar por la familia, por la vida. Y en la familia y en la vida, está Boca. Nunca usa traje, porque está vestido pura y exclusivamente, siempre, con la ropa deportiva que le dan en Boca.
Cuando sale de la Casa Amarilla, firma autógrafos y se saca tantas fotos como un jugador más. Y así como le encanta que los jugadores lo carguen, lo empapen de agua y jabón y le hagan bromas, también sostiene, no sin razón, que es mejor una demostración de cariño de esa manera que la indiferencia.
Admite que todos le piden sacarse fotos, incluyendo un Bochini. Que no le importa que lo llamen “El Buchón de la 12”, porque él mismo se menciona así.
Le encanta que le hagan notas. Que le den menos edad de la que tiene. Que se acuerden de que actuó en dos películas (“La barra de la esquina” y “Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes”) y que le digan que, como técnico de boxeo, debió haber llegado a ser mucho más de lo que le dejaron ser, por su trabajo y sus ganas de aprender.
Y, se entiende, jamás dirá “más o menos”, o “tirando para no aflojar” o “mal, pero acostumbrado”, ya que cuando le preguntan cómo está, dice, marcando las sílabas: “Extraordinario”, “Maravilloso, “Mejor que nunca”.
TIENE UN coche modesto y admite que es feliz con un mate cocido y un pedazo de pan. Y no es que sea falsamente humilde, al contrario.
El sabe que, cuando Boca juega en casa y él se apresta con su traje de luces, su alegría de carnaval carioca y la bandera que es más grande que él, será el centro de la atención de todos, que tendrá sus minutos de gloria, que el mundo girará a su alrededor y que difícilmente alguien pueda comprender ni su locura, ni su éxtasis, ni su satisfacción, ni su profunda alegría de ser, aunque sea por unos minutos, y hasta el próximo partido, El Loco Banderita.